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Ignora el problema, cambia de tamaño

'Downsizing' ('Una vida a lo grande' en España), la película del oscarizado Alexander Payne, se acerca a la crisis climática desde una solución que reduce la escala pero mantiene el problema.
Ignora el problema, cambia de tamaño
Si fuésemos diminutos, viviríamos en la abundancia, esa es la premisa de esta película. Una solución aparentemente radical, pero que... no cambia gran cosa. Foto: ‘Downsizing’ (Paramount Pictures).

Mientras veo en Netflix, a recomendación de mi hijo, Downsizing (que han traducido en España como Una vida a lo grande y en Latinoamérica como Pequeña gran vida), pienso en aquel lema que se vinculó al Xixón Sound: «córtate el pelo, cambia de vida». Parece que aquella juventud asturiana y melenuda de los 90 que cantaba en inglés, al menos en un primer momento de la escena, no llevaba la vida en orden. No era plan, en un momento de crisis económicas, altos niveles de paro, una desindustrialización con nombre de farsa y unos fondos europeos para la misma que se quedaron bajo el tercer vaso de los trileros. Parece que lo mismo le dicen a Paul Safranek, un Matt Damon tan sieso que ni su bondad o capacidad hacia el cuidado de las demás le revela como un personaje mínimamente interesante. Parece que le dicen: el mundo se va al carajo y tu vida es mediocre, cambia de tamaño y cambiarás de vida.

Porque esta es la premisa de Downsizing, e insistir en el título original no es cuestión de esnobismo: realmente remite a algo muy diferente de lo que apuntan sus traducciones al castellano. Ante la crisis climática, ante la falta de recursos para toda la población, reduzcamos el consumo reduciendo el tamaño de la gente. Porque, amigo mío, tu vida anodina y precaria puede convertirse en una gran vida si pasas a medir unas cinco pulgadas (menos de trece centímetros al cambio).

Payne, que ya asentó en nuestro imaginario que esa botella de vino especialísima que reservabas bien puede disfrutarse en un restaurante de comida rápida (Entre copas, 2004), crea esta fábula con animalillos humanos que en el devenir de las cosas ante las que se sienten insignificantes, se empequeñecen más. Por supuesto, y sin ánimo de spoiler, la cosa no irá bien. Aunque parecía una maravilla cuando los personajes interpretados por Neil Patrick Harris y Laura Dern cuentan qué casa tan fantástica tienen ahora que pertenecen al «mundo de los pequeños», la realidad golpea a Safranek, que acaba más solo que antes, no tan cómodo como se esperaba y viviendo en una réplica tamaño de ratón del mismo mundo injusto, desigual y consumista.

Porque, claro, la huella de esos pulgares es mucho más pequeña. Pero como –de hecho– esta revolucionaria idea suena maravillosa para que la hagan, sobre todo, otras personas y así sean ellas quienes reduzcan el consumo global, el efecto sobre los problemas reales que generan la crisis climática es imperceptible: ninguna gran maquinaria de producción y extractivismo se detiene y el permafrost va a ceder irremediablemente dando paso al inminente fin de todo.

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¿Y cómo pudo ser que una gran idea como esta quedara en una solución tan insignificante? Propongo que la pregunta sea leída con el mismo tono con el que Milhouse cuando dice aquello de «comenzamos como Romeo y Julieta, ¿cómo pudo terminar en tragedia?» Aquí la respuesta, de nuevo, nos lleva a los términos del Antropoceno (Cruzten y Stoermer, 2000) y el Capitaloceno (Morre, 2013). Si pensamos, como ya ha aceptado la comunidad científica en el ámbito de la geología, que los cambios producidos en el planeta desde la revolución industrial de finales del XVIII hasta nuestros días son cosa del ser humano en su conjunto, pues sí: hagamos a ese animal egocentrado pequeñín pequeñín, y que su impacto, como si estuviera solo en el mundo, tenga un campo de acción acorde con su sentido de la responsabilidad.

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Lo que ocurre, como apunta el sociólogo marxista Jason Moore, entre otros, es que el ser humano lleva algo así como 9.000 años existiendo, y solo cuando su actividad cambió en los últimos siglos comenzó a percibirse esa transformación en un planeta al que le sientan muy mal los sistemas económicos, de producción y de consumo que se van fortaleciendo en igual proporción a que se debilita el conjunto de elementos que hacen posible la vida. Y como de nuevo el dedo de la ciencia señala al cielo y los gobiernos, si es que miran, miran al dedo, la solución es parcial y para seguir actuando exactamente de la manera que había conducido al desastre.

Si bien es cierto que la película de Payne no coloca el foco en la responsabilidad de quienes tienen el poder, sino que lo difumina como un ‘qué estúpida es siempre la sociedad’, sí nos deja claro que el problema está en las dinámicas económicas y sociales que parecen inmutables. Al final, el mundo en miniatura donde habita el protagonista, Ociolandia, sigue funcionando jerarquizado en clases sociales, y en él siguen existiendo el hambre, la represión, el miedo. Porque para que unos vivan en la tierra del ocio, otras han de hacerlo posible con su fuerza de trabajo. El mismo viaje de salir de la cueva o alejarse del truco del prestidigitador es el que Safranek, junto a Ngoc Lan Tran ―la trabajadora doméstica vietnamieta interpretada por Hong Chau, que fue encogida en contra de su voluntad y mutilada por su condición de migrante―, hace para ver en el mundo de los pequeños lo mismo que quizás hacía por ignorar en el de los ‘grandes’: el sistema capitalista como un monstruo voraz e insaciable.

En la película hay más generación de vínculos, empatía y solidaridad que propuestas firmes de transformación. Puestas a crear una ficción, se elige de nuevo una que tampoco va a funcionar. Quizás porque los contrafácticos esperanzadores no generan tanto interés ni nos hacen, en nuestro desastre presente, sentirnos un poco menos mal, se opta por un «virgencita, que me quede como estoy». Toca seguir imaginando un y si en el que, ya arremangadas a empequeñecer, empecemos por esas grandes fortunas jamás limpias. Un y si de mundos posibles en los que sí tengamos todas, midamos lo que midamos, espacio suficientes para habitarlos.

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