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«Aquí hay dragones» era una expresión utilizada en las antiguas cartografías para señalar aquellos territorios inexplorados o considerados peligrosos, siguiendo la práctica medieval de poner serpientes marinas y otras criaturas mitológicas en las zonas desconocidas de un mapa. Unas décadas más tarde, según avanzaba el proceso de exploración estrechamente ligado a la colonización, los mapas comenzaron a poblarse de imágenes de caníbales cocinando humanos en ollas o barbacoas. Dibujos que no indicaban tanto costumbres gastronómicas como las zonas donde había presencia de tribus nativas que se resistían a ser sometidas.
Muchos mapas no hablan tanto de geografía como de la forma de mirar el mundo de quien los diseña. Aquellas cartografías pobladas por dragones y caníbales son documentos que narran el surgimiento en Occidente de un paradigma cultural basado en el dominio sobre la naturaleza y sobre otros seres humanos. Con el proceso de desencantar la naturaleza y deshumanizar a los ‘indios salvajes’ se desplegaba una mirada mecanicista y utilitarista; por el que, cubierto de un barniz cientifista, el conjunto del mundo se ponía al servicio del colonialismo y un incipiente capitalismo.
La ‘terraformación’: transformar el paisaje para explotarlo
El exterminio, la esclavitud y la devastación ecológica a escala planetaria resultan inexplicables sin entender cómo se ha ido consolidando una forma de relacionarse con el mundo vivo marcada por el desapego y la desconexión. El escritor Ben Ehrereich lo expresaba bellamente al afirmar que «hasta que no imaginásemos el mundo como muerto, no podríamos dedicarnos a matarlo».
La maldición de la nuez moscada, publicado hace unos meses por Capitán Swing, es un fascinante libro que ha pasado más desapercibido de lo que debería, en el que Amitav Ghosh elabora una serie de parábolas que conectan el pasado con la policrisis actual. A través de la historia sobre la conquista de las primeras islas donde crecía la nuez moscada, narra la maldición que ha asolado a los pueblos que disponen de recursos deseados por el mercado como eran las especias, el té, la caña de azúcar o el opio en el pasado, así como los combustibles fósiles o el coltán en el presente.
En sus páginas, muestra cómo los procesos de terraformación de estos territorios (entendidos como aquellos cambios orientados a transformar el paisaje ecológico y rehacerlo a imagen y semejanza de Europa) tenían la voluntad de reducir su complejidad y hacerlos más productivos. Al maximizar la obtención de ganancias en el corto plazo se indujo una terraformación a gran escala, acelerada en las últimas décadas, lo que ha desembocado en el riesgo de volver inhabitables amplias zonas del planeta. Una inercia que, llevada a su extremo, hace que nos parezca más razonable y viable terraformar Marte para alojar a una minoría privilegiada de la humanidad que transformar nuestro modelo socioeconómico.
La terraformación es indisociable del exterminio, la aculturación y la esclavitud de las poblaciones nativas. Estas fueron catalogadas como salvajes e improductivas de cara a justificar su maltrato y el expolio de los territorios que habitaban. Y es que, junto a las vidas indígenas, lo que va desapareciendo son estilos de vida y cosmovisiones ancestrales. Recordemos que no es hasta 1978 cuando se legalizan las creencias nativas en Estados Unidos, en el marco de la libertad religiosa. Es también en esa fecha cuando la infancia indígena deja de ser trasladada forzosamente a internados donde era obligada a socializarse en la cultura hegemónica. Un inconcluso proceso de homogeneización a una cultura económica global, en la que todavía hoy sigue desapareciendo una tribu de la Amazonia cada año.
El extractivismo y las ‘zonas de sacrificio’ son la consecuencia más brutal de una lógica donde decisiones determinantes sobre el futuro de un territorio se abstraen del daño ambiental, los problemas de salud pública o la opinión de quienes lo habitan. Son la expresión económica de lo que Achille Mbembe denomina «necropolítica», la capacidad de decidir racionalmente como algunas personas pueden vivir y algunas deben morir, convirtiendo en superflua a una parte importante de la población mundial. Una mirada que se aplica sobre los cuerpos, pero que también se extiende sobre los territorios, delimitando los que están llamados a protegerse y aquellos condenados a explotarse sin límites.
La mirada antropocéntrica, una amenaza para la biodiversidad
Terraformación y aculturación van de la mano. Hace unos años, Narciso Barrera y Víctor Toledo demostraron que las zonas del planeta donde se conserva una mayor biodiversidad coinciden con aquellos territorios custodiados por poblaciones indígenas, con una fuerte diversidad lingüística y diversidad en usos agrícolas y pecuarios. Arrinconados e invisibilizados, su importancia para mantener la riqueza biótica no es sin embargo anecdótica, pues todavía gestionan entre un 12 y un 20% de la superficie del planeta.
El libro de Amitav Gosh destaca por su lúcida denuncia de cómo es la pérdida de significado hacia el mundo lo que provoca una visión sobre el mismo donde todo es susceptible de ser reducido a un recurso o una materia prima. Un deterioro cultural y cognitivo que no es tanto una falta de conocimientos, como la imperiosa necesidad de reencantar la mirada y cultivar una nueva sensibilidad hacia la naturaleza. Algo que salta a la vista para quienes disfrutan de una condición mestiza y fronteriza, como para él mismo, nacido en la India y residente en América, o como para Robin Wall Kimmer, botánica y profesora de universidad a la vez que indígena implicada en la defensa de los pueblos nativos americanos, que escribió otro importante libro llamado Una trenza de hierba sagrada, también en Capitán Swing.
Esta reivindicación no es un ridiculizable ejercicio de misticismo, sino que se ha convertido en una reclamación científica avalada por la Plataforma Intergubernamental Científico Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistemas (IPBES, por sus siglas en inglés). En un estudio liderado por el investigador vasco Unai Pascual para esta organización, se ha identificado como uno de los principales problemas para proteger la biodiversidad el predominio de una mirada antropocéntrica basada en la explotación, el utilitarismo y el dominio sobre la naturaleza. El capitalismo ha dado consistencia a una cultura desarraigada donde se han perdido los conocimientos y se han devaluado los vínculos hacia aquello que nos mantiene vivos. No resulta sorprendente que el sonido de una moneda rodando por el suelo capte nuestra atención de una forma mucho más intensa que el canto de un pájaro.
Estas reflexiones iluminan puntos ciegos de las sociedades enriquecidas, diseccionan la cultura dominante e identifican la potencialidad de las miradas subordinadas para reinterpretar y transformar la realidad. En ellas, se reconocen las virtudes del método científico y sus avances, a la vez que se cuestiona el reduccionismo epistemológico a la hora de dialogar con saberes indígenas o campesinos. Amitav Gosh llama políticas vitalistas a aquellas que buscan relacionarse de otra forma con lo vivo, ejemplificando su avance en las conquistas de derechos para la naturaleza (que en nuestro contexto tendría un ejemplo en el reconocimiento del Mar Menor como sujeto de derechos), o en las luchas por defender lugares y territorios considerados sagrados o importantes para una comunidad.
Quienes saben lo que significa perder un mundo y siguen resistiendo, atesoran un conocimiento y una sensibilidad que pueden resultar inspiradoras a la hora de enfrentar la crisis ecosocial. En el idioma Secwepemcstin, de los nativos de la Columbia Británica, la forma tradicional de saludarse y decir «buenos días» es tsecwínucwwww-k. Lo que literalmente debería traducirse como saludos de quién sobrevivió a la noche. Ahora que empieza a oscurecer, no parece absurdo sentarnos junto al fuego, aprender a hacer el indio y despertar mañana con una mirada renovada.
Socialismo o barbarie. (A la barbarie le llaman «la democracia»)
¿Qué tienen en común el Taj Mahal, Stonehenge y la Gran Muralla China?
Todas ellas han sido reconocidas por la UNESCO como de “valor universal excepcional” y se les ha concedido el estatus de Patrimonio de la Humanidad para ayudar a protegerlas.
Pero no todas son construcciones materiales: algunos de estos sitios declarados Patrimonio Mundial por la UNESCO son lugares comúnmente considerados entornos “naturales”, como selvas tropicales o sabanas.
Y como tantas veces ocurre con los llamados “espacios naturales”, en realidad son los hogares de muchas personas.
La vasta región del Ngorongoro en Tanzania o el Parque Nacional de Odzala-Kokoua en el Congo son dos claros ejemplos de ello.
Lamentablemente no son lugares pacíficos. Los indígenas, cuyos conocimientos, habilidades y cuidados fueron esenciales para conformar estas zonas tan biodiversas, están siendo brutalmente reprimidos y expulsados de sus tierras para crear una falsa idea de “naturaleza prístina”. Sus tierras se han convertido para ellos en zonas de guerra.
Por ejemplo el Ngorongoro, destino turístico de fama mundial, es ahora escenario de intimidatorias operaciones de seguridad y se priva a la población de servicios básicos, mientras el Gobierno tanzano intenta expulsar a miles de masáis de las tierras que habitan desde hace generaciones. La UNESCO ha respaldado explícitamente la expulsión de los masáis.
O el Parque Nacional de Odzala-Kokoua, en el Congo, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO el año pasado a pesar de que ya era conocido por los terribles abusos cometidos por los guardaparques contra cazadores-recolectores indígenas bakas, que fueron expulsados de la selva que fue su hogar desde tiempos inmemoriales.
En otras palabras, la UNESCO está otorgando un barniz de legitimidad a los abusos cometidos por gobiernos y grandes organizaciones conservacionistas contra los legítimos propietarios indígenas de estos sitios.
Esto es inaceptable. Lugares donde se queman casas, se desahucia a la gente a punta de pistola y se viola o abusa de mujeres y niños no deberían tener el estatus de Patrimonio Mundial de la Humanidad.
Y pensamos que la UNESCO debería más bien promover un modelo de conservación de la naturaleza basado en el pleno reconocimiento de los derechos territoriales indígenas: es lo único que realmente marcará la diferencia a largo plazo.
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La solución, ya se sabe, es liberar violadores.
100 organizaciones de todo el mundo apoyan al pueblo ecuatoriano en la defensa de su soberanía frente al arbitraje internacional.
Ecuador debe defender su derecho a decir NO a los tribunales internacionales de inversión y a los privilegios otorgados a los inversores extranjeros.
El próximo 21 de abril, el gobierno ecuatoriano de Daniel Noboa celebrará un referéndum sobre, entre otros temas, uno de los ejes centrales de la agenda de los gobiernos neoliberales en América Latina: la protección de los inversionistas y las inversiones extranjeras, en particular en sectores y actividades que son altamente responsables del cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la contaminación, y requieren ser regulados o eliminados gradualmente.
Camuflado en medio de una serie de cuestiones relacionadas con la política de seguridad, el referéndum pregunta si el país debería permitir a los inversores extranjeros resolver disputas con el Estado mediante el arbitraje internacional. Esto dará lugar una vez más a que Ecuador forme parte del infame mecanismo de resolución de disputas entre inversores y Estados (ISDS, por sus siglas en inglés).
Permitir nuevamente el ISDS es una amenaza directa al artículo 422 de la Constitución ecuatoriana de 2008. Desde que en 2017 el expresidente Rafael Correa puso fin a todos los tratados de inversión que contenían ISDS, la derecha económica ha atacado sistemáticamente este artículo, argumentando que restringe la capacidad del país para recibir inversiones extranjeras. Sin embargo, una Comisión de Auditoría Integral de los Tratados de Inversión y del Sistema Arbitral (CAITISA) demostró en 2017 que Ecuador no necesita tratados de inversión que incluyan ISDS para atraer inversiones. De hecho, gran parte de la inversión entrante proviene de países con los que Ecuador no ha firmado ningún tratado de inversión, como Brasil, México y Panamá.
Los tratados con ISDS no están atrayendo inversiones hacia Ecuador, pero sí han tenido enormes impactos negativos en la capacidad del Estado para regular a las corporaciones extranjeras. Un informe reciente muestra que inversores extranjeros han presentado hasta el momento 29 demandas ISDS contra Ecuador, la mitad de ellas vinculadas a actividades en los sectores extractivos (hidrocarburos y minería). En dos tercios de los casos concluidos (14 de 21) Ecuador perdió.
Como resultado de estos casos, Ecuador ha sido condenado a pagar a los inversores extranjeros 2.900 millones de dólares. A esto se suman los costos legales (gastos asociados con la defensa del caso) y los costos de arbitraje (pagos realizados al centro de arbitraje y al personal), que suman millones de dólares más. Algunos de los casos perdidos han demostrado la irracionalidad de este sistema, como las demandas de Chevron, que han avanzado a pesar de la amplia evidencia proporcionada por la justicia nacional ecuatoriana que demuestra los daños ambientales y de salud causados por la empresa en la Amazonía ecuatoriana….
https://www.ecologistasenaccion.org/314659/100-organizaciones-de-todo-el-mundo-apoyan-al-pueblo-ecuatoriano-en-la-defensa-de-su-soberania-frente-al-arbitraje-internacional/