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Sasquatch Sunset es una trampa. Parece una idea de bombero, una comedia absurda que abusa del caca-pedo-pis, una gamberrada más cercana a cierto estilo de película adolescente de hace 20 años. Si el espectador tiene paciencia suficiente, se acaba chocando contra una tragedia, una reflexión con muy poca piedad sobre el impacto de los humanos en el entorno natural y en las otras especies con las que lo comparte.
Estrenada en el Festival de Sundance este enero, luego con proyección en la mismísima Berlinale y en España disponible a través de Filmin, Sasquatch Sunset está dirigida por David Zellner y coescrita por este y su hermano Nathan. Sigue durante un año la vida de una familia de sasquatchs o bigfoots, los «Pies Grandes» del folclore norteamericano. Básicamente, cuatro actores con trajes y prótesis para parecerse al monstruo de leyenda. Además del propio David Zellner, tenemos a las estrellas Jesse Eisenberg y Riley Keough y el especialista Christophe Zajac-Denek, que da vida a la cría de la manada.
Una película sin diálogos en la que cuatro actores a los que no se les ve la cara fingen hacer sus necesidades en el bosque con escatológicos resultados más que explícitos. En el primer «episodio» -hay uno por cada estación del año- tenemos a dos de ellos apareándose, al macho alfa vomitando por culpa de hongos tóxicos y luego drogándose e intentando tener sexo con un leopardo de las montañas y a varios de ellos defecando a chorros. Así, para empezar.

Al mismo tiempo, todo ello se enmarca en los paisajes del norte de California, un área protegida y de enorme biodiversidad, que aún conserva sus bosques de árboles gigantescos, tan presentes en cierto inconsciente de la cultura popular estadounidense. Las estaciones, la majestuosidad de las coníferas, la diversidad de las especies que conviven con y bajo ellas, son retratadas de forma casi preciosista, intercalándose escenas de humor naif o estilo documental con las de los actores cubiertos de pelo prostético expulsando alguna clase de fluido corporal.
Por otro lado, los disfraces de bigfoot, que solo dejan ver los ojos de sus portadores, están inspirados en Harry y los Henderson (1987), comedia familiar dirigida William Dear y que en los 90 inspiró una sitcom para televisión. Básicamente, una versión de Alf (1986-1990) con un Pie Grande en lugar del extraterrestre enano: la historia de una familia que adopta a uno de estos homínidos ficticios como mascota, y hasta le pone nombre. El diseñador de Sasquatch Sunset, Steve Newburn, admite que su objetivo era imitar el aspecto de Harry, antropomorfizando en los posible a las criaturas.
La del sasquatch es toda una subcultura en Canadá y Estados Unidos, con parques temáticos —como el que se ven la película— y cientos, sino miles de personas que afirman creer a pies juntillas en su existencia, desde mucho antes de nuestra actualidad terraplanista. Es desde ahí, y desde referentes de la cultura popular como el de Harry, que hay que entender la propuesta de los hermanos Zellner.
Sobre todo, teniendo en cuenta que han firmado juntos varios filmes en los que reflexionan sobre la identidad norteamericana y sus mitos a través de la ficción, y, mucho más en concreto, de los tópicos del cine mainstream. Por ejemplo en Kumiko, the Treasure Hunter (2014), sobre una mujer japonesa que viaja a EEUU en busca del maletín lleno de dinero de Fargo (1996), de Joel y Ethan Coen; o en el western Damsel (2018), en el que vuelan por los aires los roles tradicionales de héroe, villano o damisela en apuros del viejo Oeste.
Esa reflexión emerge a lo largo de Sasquatch Sunset, cuando su naturalismo desvela que la comicidad de la parte escatológica está en nosotros, los espectadores, y no en lo que ocurre. Para el Pie Grande ficticio todas esas actividades serían tan cotidianas como para muchas personas —en palabras de David Zellner durante la promoción— «las que hacen sus perros». Por otro lado, la presencia del impacto humano —que no de los humanos en sí, que nunca aparecen— va aumentando gradualmente, con consecuencias trágicas, haciendo que el número y la composición de la familia evolucionen de maneras inesperadas.


No vemos una carretera, primera intervención no natural, hasta el episodio del verano, con la manada guardando duelo por la muerte del macho alfa. En ese momento, reaccionan ante ella como un ataque, una interrupción antinatural del bosque que hasta entonces los ha abrazado en la mayoría de sus actividades. Para cuando llegamos al invierno, de la mano del cachorro y su madre —Keough aprovechando el poco margen que le dan los ojos y el lenguaje de mugidos y chasquidos inventado para los sasquatch—, empezamos a comprender que quizás estos bigfoots son los últimos que quedan, y que el momento que estamos viendo no es el presente, como sugiere la tecnología del camping abandonado en el que accionan sin querer un radiocasete.
Esta desmitificación del Pie Grande es tanto un mensaje metatextual, dedicado a la cultura popular estadounidense, como conservacionista. Los últimos sasquatch desorientados ante un parque de atracciones dedicado a ellos… pero en el que se no reconocen. Los Zellner, con una mezcla de gamberrismo naif y sarcasmo, retratan como la cultura popular estadounidense es capaz de matar aquello que dice amar o proteger, vaciándolo de contenido, igual que su forma de vida ha acabado con el exuberante entorno natural que su folclore consagró como icónico.
Entre sus virtudes está que llegado el final —en apenas una hora y media, algo de agradecer— vivamos con temor a que más desgracias se ceben con lo que queda de la manada, y al mismo tiempo nos demos cuenta de que esta mamarrachada con el reparto envueltos en trajes de espuma de latex ha tenido la capacidad de humanizar a una especie ficticia dejándonos clarísimo en cada plano que asimilarlos como personas o simpáticas mascotas sería un error.