¿Turista, yo? Crónica de Cartagena de Indias

"Deberíamos encontrar la fórmula para minimizar un daño que también nos hacemos a nosotros mismos", reflexiona Azahara Palomeque.
¿Turista, yo? Crónica de Cartagena de Indias
Turistas en el baluarte de Santiago Apóstol, Cartagena de Indias. Foto: Mario Roberto Durán Ortiz.

Un grupo de pájaros negros abrió las alas a la altura de las playas de Marbella en señal de bienvenida. La taxista que nos recogió indicó que se trataba de un ave llamada “María Mulata” (Quiscalus mexicanus), muy común en la zona, como también lo eran los “goleros”, buitres oscurísimos acostumbrados a refrescarse en la piscina del que sería nuestro hotel durante unos días. Acabábamos de aterrizar y Cartagena de Indias, ciudad amurallada fundada en el siglo XVI, ya me generaba fascinación, como lo ha hecho desde hace años todo el Caribe.

Cuando vivía en la Costa Este de Estados Unidos, maldiciendo el frío y agarrada a una nostalgia que, por momentos, se tornó enfermiza, el Caribe simbolizaba esa balsa cercana de familiaridad y alegría capaz de arrancarme el desasosiego, lo más parecido a Andalucía que iría a encontrar en aguas del otro lado del Atlántico. Casas cuyos patios floridos redirigían el viento hacia los cuartos y templaban el ánimo; balcones señoriales o bien ventanales de tamaño humano enmarcados en labor de forja; plazas y callejuelas donde el comercio y el jolgorio fluían rumbosos. “Mi casa” –pensaba–, el hogar donde se refugiaron tantos exiliados españoles (Juan Ramón Jiménez, María Zambrano…), y fue ese sentimiento de lar cálido y rimas visuales con el origen lo que de nuevo me acechó hace apenas una semana, hasta que me di cuenta de la falacia

Ni yo pertenecía a aquel enclave, ni sus gentes eran allegadas, por mucho que en mi cuerpo emigrado desde Estados Unidos aquella mitología cumpliese una función soteriológica. Ahora yo venía de España, había aprovechado la invitación a la Feria Internacional del Libro de Bogotá (FILBO) para saltar un pelín al norte y embadurnarme con el olor a salitre y gasolina; era turista, una más entre la masa de visitantes que desplazaban a los lugareños y se apoderaban de sus paisajes más bellos.

Mi casa, lo sabía bien, estaba en el sur de la península ibérica, y los vínculos históricos con los baluartes comandados por los colonizadores, sus palacetes e iglesias no impedían mi posición de extranjera que contribuye a los males causados por esa industria. Y, aun así, las piedras me hablaban, las fachadas tan semejantes a las de mi barrio desprendían unos colores luminosos capaz de colmatar los rostros de plenitud, excepto, quizá, si formabas parte de aquella familia que vendía arepas en la esquina durante doce horas al día. “La superioridad moral de la izquierda” –murmuraba–, a ratos culposa y a ratos febrilmente contenta. Si a nosotros no nos importa la moral, entonces, ¿a quién? Y proseguía mis caminatas por vías de nombres conocidos a pesar de no haberlas pisado antes, de tenderetes y brisa marina surcada por los pájaros negros de mis vacaciones.

Cartagena de Indias no se parece a la murciana, igual que la de Murcia no tiene nada que ver con la (ruinosa) Cartago, en Túnez. La historia se revuelca en sus raíles y descarrila donde quiere; las ricas almojábanas las cocinaba un colombiano. La historia se puede moldear como arcilla –decía el artista plástico Anselm Kiefer– y yo tenía dotes para la alfarería.

La segunda mañana de amanecer a 30 ºC húmedos nos dirigimos al Museo Nacional, situado en un antiguo Palacio de la Inquisición del siglo XVII, donde, según me comentó más tarde un cartagenero, aún se arrastraban las ánimas de los condenados entonces. En la planta de abajo conservan una pequeña colección de instrumentos de tortura: el collar de púas de hierro, el desgarrador de senos (pinzas para lo evidente), o el aplasta-cabezas, acompañado de una descripción tan gráfica del sufrimiento que provocaba (los pedazos corporales que iban cediendo y su orden de demolición) que prefiero ahorraros el disgusto de citarla.

Al lado de la huerta se levanta una guillotina, aparato contemplado con cierto alivio, porque al menos inflige un adiós de corte seco. Un vídeo narra la biografía de una esclava negra encarcelada después de que una señora blanca depositase su acusación anónima por la “ventana de la denuncia”. Brujería, procesamiento racializado, y destrucción del diferente, desplazado forzoso o autóctono: sonaba demasiado actual

Al día siguiente, me topé por casualidad con el túmulo donde reposan los restos de Gabriel García Márquez y su esposa, Mercedes Barcha, dentro de un claustro propiedad de la Universidad que actúa asimismo como centro cultural. Si no hubiese viajado a esta ciudad, me habría perdido el recuerdo del genio a quien comencé a leer en la adolescencia –continuaba mi regurgitar interior, la excitación por el descubrimiento, simultáneo a una veta de responsabilidad que me recorría como una culebrilla.

De noche, mientras sorteaba hordas de borrachos y negaba a cada paso el ofrecimiento de mojitos, pizzas, masajes o pulseras de caracolas, evitando tropezar con puntuales montículos de basura, imaginaba mi barrio cordobés, allá en la otra orilla, tal vez convertido en eso dentro de pocos años. Cierto que cada vez se le parecía más, que había zonas –aledañas a la Mezquita– prácticamente intransitables, el parte temático del que cuelgan geranios de plástico, pero la avalancha de tipismo y embriaguez detentaba un carácter estacional, con altos y bajos marcados por las festividades y el ardor veraniego.

No obstante, en Cartagena de Indias el año entero era temporada alta; ningún nacido allí parecía habitar sus preciosas edificaciones, excepto, tal vez, algunos viejos cuyos ritmos circadianos se habían ajustado, obligadamente, a los gritos foráneos. “Por eso no viajo casi nunca, sólo por trabajo” –me repetía, sorprendida ante la amabilidad de quienes nos atendían para sobrevivir: “deberían odiarnos”. 

Desde que he regresado a mi patria chica, mi patio y mis geranios reales, la conciencia no ha parado de vapulearme a su antojo como el trapo sucio que busca sacudirse el polvo. En la complicada tensión entre lo propio y lo ajeno, nuestro deseo hackeado por un neoliberalismo del que es imposible desprenderse y, también, el ansia de aprendizaje y un ecologismo que imprime renuncias frecuentes, se ha enraizado un malestar perdurable en el tiempo.

Una no quiere perderse la vida y, sin embargo, se la arrebata a alguien en cada exceso, los equilibrios ya mermados se resquebrajan si se tira demasiado de la cuerda y, al final, no logramos mentirnos. En ese Caribe mío radicaba el escapismo del pensamiento y una afectividad que no justifica ciertos actos; en ese Caribe mío, a la vez tan impropio, se retorcían mis contradicciones, tostadas al sol que nunca me vio crecer. ¿Turista, yo?, turista tú, y (casi) cada hijo de vecino; deberíamos encontrar la fórmula para minimizar un daño que también nos hacemos a nosotros mismos. 

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  1. Protejan manglares, ríos y bosques en la Amazonía de Brasil.
    Las comunidades de la región de Tauá-Mirim piden al gobierno que les otorgue un estatus de protección ambiental. En esta región costera de la Amazonía brasileña, al sur de de São Luís, Maranhão, sus manglares, aguas marinas, ríos y bosques están amenazados por grandes proyectos mineros y agroindustriales.
    Las isla de Tauá-Mirim, de más de 16.000 hectáreas, [con un perímetro de 71,21 kilómetros] se encuentra en el golfo de São Marcos, a unos 20 kms al sur de São Luís, capital del estado de Maranhão. En doce comunidades rurales, viven unas 2.200 familias de la pesca artesanal, la agricultura familiar y la recolección de plantas. Estas formas de vida contribuyen directamente a la conservación de la naturaleza.
    Con su forma de vida tradicional y respetuosa con la naturaleza, han conservado hasta hoy la gran biodiversidad de las áreas costeras y fluviales, con manglares y bosques tropicales, además de otros ecosistemas.
    Los manglares son zonas de preservación permanente y también como viveros de diversas especies, como aves, peces y crustáceos. Además, capturan carbono y gases de efecto invernadero (GEI), por lo que tienen un papel importante en la protección del clima.

    Las formas de vida local se enfrentan a grandes emprendimientos como puertos, autopistas, ferrocarriles y la industria del aluminio, todos ellos destinados a la exportación de materias primas.
    Desde 2003, las comunidades de Tauá-Mirim luchan por el decreto oficial de la reserva Resex Tauá-Mirim, que les dará protección y garantizará el uso sostenible del territorio y mejores condiciones de vida.
    La amenaza viene de parte de grandes emprendimientos como puertos, autopistas, ferrocarriles y la industria del aluminio, todos ellos destinados a la exportación de materias primas. La lentitud del Estado en formalizar la reserva extractiva ha facilitado el avance de empresas al frente de ese tipo de proyectos que, además de contaminación, degradación ambiental y enfermedades, repercuten en la vida de toda la isla de São Luís.
    Apoya a las comunidades firmando esta petición para la creación oficial inmediata de la Resex de Tauá-Mirim. que Salva la Selva hará llegar al Gobierno brasileño.
    https://www.salvalaselva.org/peticion/1305/protejan-manglares-rios-y-bosques-en-la-amazonia-de-brasil

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