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Los pueblos del sur de València reciben una oleada de solidaridad

El nuevo cauce del Turia —construido después de la riada que anegó València en 1957 para evitar futuras catástrofes— sirve ahora de frontera entre dos mundos, porque cruzarlo supone entrar en una dimensión diferente, la del caos y el desastre tras el paso de la DANA.
Los pueblos del sur de València reciben una oleada de solidaridad
Trabajos de limpieza en La Torre. Foto: Amador Iranzo.
VALÈNCIA

—Podem ajudar?

—Tota ajuda és benvinguda. 

El diálogo se desarrolla a las puertas de una planta baja llena de barro de Benetússer, una de las localidades valencianas afectadas por la DANA, el jueves 31 de octubre por la tarde. Personas de todas las edades, aunque mayoritariamente jóvenes, se acercan para echar una mano a los damnificados. Algunos llevan productos de primera necesidad —fundamentalmente agua, pero también comida, ropa o papel higiénico—; otros, palas, escobas, cubos y cualquier utensilio que sirva para limpiar el barro que lo impregna todo. Las ganas sobran.  

La pasarela ciclopeatonal que une los barrios de la ciudad de València de San Marcelino y La Torre, a uno y otro lado del nuevo cauce del río Turia, se ha convertido en la principal vía de acceso a las poblaciones de la comarca de la Horta Sud afectadas por las inundaciones y que continúan cerradas al tráfico motorizado. El incesante flujo de personas tiene un doble componente. Por una parte, los vecinos de esas poblaciones que se acercan andando a València para comprar y vuelven a sus casas; por otra, quienes van a ayudar desde la capital. El resultado es un barrio colapsado, con coches aparcados casi en cualquier sitio. 

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Voluntarios en San Marcelino dirigiéndose a la pasarela que cruza el nuevo cauce del río Turia. Foto: Amador Iranzo.

Carlos María y Sandra Gómez están apostados al pie de la pasarela con botellas de agua y vasos de plástico. “Vivimos en San Marcelino. Nos acercamos a ver el río y lo que pasaba y nos dimos cuenta de toda la gente que estaba cruzando, que lleva dos días sin beber, así que compramos agua y nos vinimos aquí”, explica Carlos María. En una hora habían repartido 30 litros. “Estamos ofreciendo unos primeros auxilios”, añade Sandra Gómez. Ambos se quejan de la falta de ayuda oficial: “Ves a algunos policías, pero se limitan a dirigir el tráfico. En San Marcelin sí hay casales falleros que están atendiendo a la gente”. A pocos metros de la pasarela está aparcada una furgoneta de Acrobática, una empresa de trabajos verticales. La firma ha decidido suspender por unos días sus tareas habituales y destinar sus cuatro equipos de tres personas cada uno a ayudar a las víctimas de la dana. 

El nuevo cauce del Turia —construido después de la riada que anegó València en 1957 para evitar futuras catástrofes— sirve ahora de frontera entre dos mundos, porque cruzarlo supone entrar en una dimensión diferente, la del caos y el desastre. Una mujer que pasa al lado de un equipo de televisión no puede ocultar su indignación: “Que me pongan el micrófono a mí, que nos han dejado a la buena de dios. Hijos de puta”. Su indignación, expresada en términos más suaves, es compartida por muchas personas. Por ejemplo, por Yolanda Ruiz y José Caballero que, junto a su hijo Álvaro, se han pasado toda la mañana ayudando a sacar el barro de la empresa de construcción que tiene un familiar en La Torre: “Esto es un desastre”. 

El primer indicio de la catástrofe se tiene sin llegar a bajar de la pasarela. La altura ofrece una vista inmejorable de la V-30, la autovía que discurre junto al nuevo cauce del Turia, tanto por el norte como por el sur. La situada en el sur, junto a la zona afectada, a duras penas absorbe el tráfico y aún es posible apreciar algunos vehículos parados en medio de la vía. Nada más llegar a La Torre, comienza el espectáculo dantesco: coches amontonados casi en cualquier sitio, basura y barro, mucho barro. Adriano está al frente de un carro de compra cargado de agua, ropa, sándwiches y linternas, entre otras cosas. Lanzó la idea de ir ayudar en las redes sociales y logró el apoyo de un grupo de amigos y amigas. “Es una cuestión de humanidad. Ves a gente que se ha quedado sin nada y no puedes quedarte en casa. Tienes que hacer algo”, destaca una de ellas. 

Grupos organizados depositan los víveres que han traído para que la gente recoja lo que necesite. Míriam Guillot es una voluntaria de Cáritas de la parroquia de Nuestra Señora de Gracia, de La Torre, donde participa en el proyecto Babel, dedicado al refuerzo educativo y el ocio de niños. Ahora, junto a otras compañeras y compañeros de Cáritas y de Save the Children, organiza la entrega de lo que han podido reunir. “No hay luz. La comida se estropea”, se lamenta. A la salida de San Marcelino, otro grupo integrado por personas de diferentes entidades del barrio de Benimaclet, como L’Andana Escola de Música o el Sporting, reparte las donaciones de sus vecinos. Gabi Garcés se queja de que las autoridades les dijeron que no fueran, que no hacía falta. A su lado, un hombre pide pañales de la talla 4. 

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Coches destrozados en Benetússer. A.I.

Carol Benavent no pierde la sonrisa a pesar de la desgracia. Con un cepillo, se afana en sacar el barro del estudio de fotografía Pedro Herráiz, que regenta junto a su esposo. Relata que este es el segundo acontecimiento más duro que ha sufrido, después de que le diagnosticaran leucemia a su niña. Precisamente, las fotos que su marido le hizo a la pequeña enferma, con las que ganó algunos premios, les animaron a abrir el negocio. Ahora deberán empezar desde cero. El estudio está situado en la Avenida Real de Madrid, una vía que, con diferentes nombres, sirve de nexo de unión de varios pueblos afectados: Alfafar, Benetússer, Massanassa, Catarroja. La avenida se ha convertido en un gran paseo peatonal que vecinos y forasteros que van a ayudar cruzan mientras sortean coches amontonados, semáforos tumbados y zonas embarradas. El sonido estridente de las sirenas y tableteo de las aspas de los helicópteros contribuyen a crear la sensación de que esta es una zona de guerra

Sergio Soriano y Tania Sánchez están contentos. Lo han pasado mal, pero han conseguido salvar el coche y su piso se libró milagrosamente del agua gracias a que un muro de la estación de Benetússer se vino abajo e hizo de barrera de contención. Regresan a casa con un carro lleno después de haber ido a comprar a València con sus dos pequeños. Han tenido que dejar el coche en San Marcelino y recorrer a pie más de dos kilómetros y medio. Cuando llegan a casa, les espera una sorpresa adicional: tienen luz. “Hay que vivir de todo en esta vida”, dice Soriano. 

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Grupo de voluntarios. Foto: A.I.

Un grupo de chavales de entre 16 y 18 años, equipados con escobas, se van ofreciendo para ayudar a limpiar. Acaban de estar en un bar inundado y ahora buscan otra misión. “Mañana quedaremos en la Cruz Cubierta con un grupo que va repartir palas”, dice uno de ellos. Al caer la tarde, cuando los grupos de amigos y amigas que han ido a auxiliar a los damnificados se despiden, todos coinciden: “Mañana nos vemos”. 

Actualización, 2 de noviembre, 9h

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